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José Antonio González Casanova, in memoriam

Despedida a un jurista de vasta cultura

Francisco J. Bastida El Dios presente. “Astrología de la resurrección”

Seguramente las últimas generaciones de constitucionalistas no sabrán quien fue José Antonio González Casanova. Por fortuna, son muchos los medios de comunicación que con motivo de su reciente fallecimiento el pasado 30 de octubre se han hecho eco de su poliédrica figura, propia de un jurista e intelectual de vastísima cultura. Para mí es mucho más que eso, porque fue el que marcó mi destino profesional y vital.

Conocí al profesor González Casanova en 1968. Comenzaba yo la licenciatura de Derecho en Santiago de Compostela y él era un jovencísimo catedrático de Derecho Político que un año antes, con apenas 32 años, había obtenido plaza en la universidad compostelana. Sus clases era deslumbrantes, porque tenía una increíble capacidad para relacionar asuntos de muy variada índole, pero siempre vinculados al paradigma de la democracia, ausente en aquella España gris. Su enseñanza era el contrapunto al rancio Derecho Natural impartido por un cuñado de Manuel Fraga, a una Historia del Derecho anclada en la Edad Media, farfullada por un agudo, pero caótico yerno de Carl Schmitt, y a un Derecho Romano, explicado como si de derecho vigente se tratase, por un Rector que ejercía de franquista. González Casanova era la primavera del 68 frente a la carcunda del Régimen y tuvo que sortear, no sin miedo, su compromiso con los obreros de Ferrol y con el movimiento estudiantil, liderado por un tal Vicente Álvarez Areces, al que años más tarde saludaría como Presidente del Principado.

El ministro Fraga lo vigilaba de cerca y no era precisamente agradable dar una conferencia teniendo en la mesa al comisario jefe de la Policía Nacional. En ese año de 1968 publicó en uno de los relevantes suplementos de la revista Cuadernos para el Diálogo un amplio comentario a la Declaración Universal de Derechos Humanos, que tuvo amplia repercusión tanto por lo que decía como por lo que dejaba entrever. Estaba orgulloso de la publicación y así me lo comentó siendo yo un alumno de primer curso, al que llamó a lo lejos por la calle e invitó a un café en el famoso, pero ya desparecido, Derby santiagués. Su cercanía contrastaba con la distancia de todo tipo que marcaban los demás catedráticos.

Su inesperado traslado a Barcelona, llevándose consigo a un joven profesor, Ignacio de Otto, significó para mí una orfandad académica, a la que puse pronto remedio con la audaz decisión de ir yo también a Barcelona a cursar los tres últimos años de la carrera y con la incertidumbre añadida de que él se instalaba en la Facultad de Ciencias Económicas, ocupando la cátedra de Teoría del Estado, y yo como alumno en la Facultad de Derecho. José Antonio tuvo la enorme generosidad de permitir que mantuviese un hilo directo con él y pude asistir a los seminarios que organizaba, en los que sobresalían las intervenciones de Ignacio de Otto. Allí conocí a Ramón Punset, por entonces profesor ayudante.

González Casanova fue mucho más que un jurista, pero no hay que poner en segundo plano esta faceta de fino analista del derecho, que quedó reflejada en un temprano artículo que, además, fue determinante en mi vida, “La distinción Estado-Régimen político y la jurisprudencia penal del Tribunal Supremo”, publicado en 1966. El trabajo diseccionaba los conceptos de Estado, Régimen y Nación para concluir que las críticas al Régimen no eran atentados a la seguridad del Estado ni ofensas a la dignidad de la Nación. El argumento fue utilizado de manera reiterada ante el represor Tribunal de Orden Público y en casación ante el Tribunal Supremo. Uno de sus magistrados, Calvillo, decidió acoger el razonamiento en una sentencia absolutoria, lo que le costó el cargo. José Antonio me ofreció como tema de tesis ampliar el foco y estudiar el pensamiento político del Tribunal Supremo de la dictadura. Así lo hice durante los cuatro años que estuve como profesor ayudante de Teoría del Estado. De nuevo, la generosidad de González Casanova integrándome en su cátedra, fue enorme y nunca se lo agradecí suficientemente. La historia de esa primera cátedra de Teoría del Estado de la Universidad de Barcelona (1979-1980) queda reflejada en su trabajo de igual título, publicado en Cuadernos de Economía 8.23 (1980) y más tarde en “Memoria de una cátedra”, Anuario de Derecho constitucional y parlamentario (2001)

Sería largo enumerar sus múltiples trabajos jurídicos y es imposible subrayar unos sin desmerecer al resto. Basta con asomarse a ese gran portal bibliográfico que es Dialnet para percatarse de sus incontables aportaciones en variados campos, como la historia constitucional, la Teoría del Estado, los derechos fundamentales, la organización territorial del Estado, así como su decisivo asesoramiento en la redacción de las Constitución de 1978 y del Estatuto de Autonomía de Cataluña. También dejó su impronta jurídica en su dilatada participación como miembro del Consell Consultiu de la Generalitat de Catalunya. Su preocupación por el encaje constitucional de Cataluña en España, se concretó no sólo en múltiples trabajos científicos, sino también en un una actividad política y social, que tuvo su reconocimiento oficial con la distinción de la Creu de Sant Jordi en 2010.

Su capacidad de trabajo está de manifiesto no sólo en su prolífica obra, académica y no académica, sino también en su facilidad para escribir y crear opinión a través de los medios de comunicación. Recuerdo su agilidad para escribir tecleando de corrido su exitosa colaboración diaria en Telexprés, el periódico progre de la época, dentro de lo que permitía el franquismo en los años 70 del pasado siglo.

Su militancia en el cristianismo de base y su preocupación mística por el alma humana quedan reflejadas en numerosas publicaciones, muchas de ellas en la revista El Ciervo, dirigida por su amigo Alfonso Carlos Comín, pero también en libros como “Confesiones de un viejo cristiano” (2009) o “La eutanasia cristiana” (2010). Esta faceta la compatibilizó sin quebranto con su pasión por la astrología, “La muerte y el horóscopo” (1999) o

(2003). Y ésta a su vez con otras dos de sus grandes pasiones, la música: “Mahler. La canción del retorno” (1996), “Gustav Mahler y Theodor W. Adorno: (im)posibilidad del milagro” (1998) “Las vidas paralelas de Maragall y Mahler” (2011) y el cine: “Casablanca, una historia y un mito” (1994) y, sobre todo, su admiración hacia

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